Movilización del capital social | Horizonte
La unión de las personas se basa en su capacidad para cooperar, confiar unas en otras y construir sinergias con miras a un futuro más digno. El recurso humano más importante con que cuenta una comunidad es su gente: personas dispuestas a formar parte activa del entramado social, con un objetivo común: el bienestar colectivo.
Este capital humano, tejido en una casa común de conocimientos, principios, valores, actitudes y esperanzas, constituye la célula madre del desarrollo. Desde allí surgen ideas, planes, programas, proyectos y acciones concretas que transforman el capital social en impulso real para el progreso comunitario.
Históricamente, las estructuras organizadas —conocidas como capital social organizado— han trabajado por y para el desarrollo de sus comunidades. Su acción ha contribuido significativamente a mejorar los niveles de convivencia y cohesión social.
El capital social se expande en la medida en que hombres y mujeres se empoderan y participan activamente en la gestión de sus propias necesidades. Es, además, un espacio de formación ciudadana, donde la solidaridad se convierte en una herramienta transformadora, y donde la transferencia de saberes, principios y valores refuerza el tejido comunitario.
La participación ciudadana está directamente vinculada con los procesos económicos, sociales, culturales y políticos que afectan la calidad de vida de las personas. En muchos casos, estas movilizaciones responden a necesidades urgentes —educación, salud, agua potable, electricidad, transporte público— que dignifican la vida cotidiana y refuerzan el sentido de pertenencia. Una vez satisfechas esas necesidades, es común que la movilización tienda a debilitarse, a menos que se consoliden procesos sostenibles de participación.
Visto desde una perspectiva integral, el capital social que se moviliza para resolver colectivamente sus necesidades más básicas representa un ejemplo de lucha y dignidad que merece ser replicado. El arte de sobrellevar juntos las adversidades es una habilidad esencial en cualquier comunidad.
En contextos como el nuestro, donde persisten problemas estructurales que afectan a los sectores más vulnerables —especialmente en el ámbito rural—, las comunidades muchas veces deben organizarse y autogestionarse para sobrevivir. Factores como la escasa cobertura estatal, la cultura del inmediatismo, el paternalismo, y la falta de acceso a la educación, profundizan la desigualdad. Y frente a esto, la autogestión comunitaria surge como respuesta solidaria y resiliente.
Cabe destacar el papel protagónico de la mujer en estos procesos. Muchas veces, además de liderar espacios comunitarios, sostiene el hogar, genera ingresos, educa a los hijos y garantiza su alimentación. Su contribución es vital e insustituible.
No hay forma más efectiva de construir una sociedad más justa que fortaleciendo las organizaciones comunitarias. Estas reúnen a personas que, pese a estar inmersas en carencias, se organizan, se levantan y crean un tejido social fuerte, base de toda autogestión y desarrollo duradero.
El capital social no es sólo una herramienta de gestión: es también una expresión de dignidad, esperanza y compromiso con la vida colectiva.
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