Pantalón oscuro | Horizonte


Días atrás, la arena roja y penetrante de la calle se abrió paso ante un grupo de hombres que vestían y reían casi al unísono. Presenciaban, filmaban y celebraban con placer una escena de humillación humana: la de un joven, reducido, expuesto, solo.

A diferencia del pantalón azul típico de los adolescentes, él vestía un pantalón oscuro, de los que suelen llevar los mayores. Aterrado, intentaba alejarse cuesta abajo, escapando como podía de los golpes que le llovían al rostro. Se protegía, como podía, tras una columna de tendido eléctrico. No soltaba su gorro negro, que caía al suelo una y otra vez junto con sus desplomes. Intuitivamente, ese gorro —y esa columna— fueron su último refugio. Su única defensa. Un pequeño milagro, quizás.

Aunque su ropa decía que pertenecía a la comunidad, en ese momento no era parte de nada. No del grupo. Ni siquiera del mundo. Su vestimenta, que debería expresar identidad, no alcanzaba a cubrir la vergüenza, el miedo ni el abandono. Nadie salió en su defensa.

El video, filmado por quienes deberían haber intervenido, se viralizó con rapidez. Dura solo unos minutos. Lo mismo que tarda una persona en leer el Código Procesal Penal y encontrar, entre sus artículos, la figura de maltrato físico y la acción penal privada que podría haberse ejercido.

El tiempo que se tarda en leer los derechos del joven es el mismo que tardaron en ser violados, uno por uno. Y si, por tratarse de una colonia cerrada o hermética, se dejara de lado ese escaso tiempo para defenderlos, entonces no solo él habrá perdido. También lo habrán perdido todos. Los de pantalón oscuro y los de pantalón azul.

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Foto: Radio Ñanduti. Disponible en línea.

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