"Po nandíre apyta", dijo, con la voz desgarrada, desde el umbral del portón del cementerio.
Acababa de despedir al amor de su vida. El silencio pesaba más que los rezos, y la distancia social —esa barrera invisible— hacía imposible lo que más necesitaba: un abrazo.
Los pocos presentes, dispersos como las emociones en aquel momento, y la mayoría desde la virtualidad, hubiesen dado todo por contenerla entre sus brazos. Pero ella, aislada en su interior, más allá de lo físico, llevaba consigo un duelo sin piel, un vacío sin contención, apenas tocado por el frío gesto de un saludo de codos.
Las lágrimas surcaban su rostro mientras observaba sus propias manos. Manos que antes tejieron vida, compartieron pan, caricias, decisiones, ahora extendidas al aire como buscando algo que ya no estaba. Manos vacías, sostenidas en el abismo invisible de la ausencia. En ellas, caía su dolor, silencioso, por la partida inesperada de su compañero, quien ya descansaba en paz, sin despedidas ni funerales, arrastrado por la crudeza de una pandemia sin tiempo para el duelo.
Fue en una mañana de marzo, cuando la pandemia ya tomaba velocidad, que este tipo de escenas comenzaron a repetirse. Y mientras el mundo aprendía el valor del alcohol en gel, del uso del tapabocas y del lavado de manos —como cuando éramos niños—, ella descubría que había algo que ni el agua ni el jabón podían limpiar: la herida abierta de la pérdida.
La naturaleza, por su parte, parecía florecer en ausencia del ruido humano. La tierra respiraba, pero las ciudades lloraban. La nube oscura del virus nos cubrió a todos, y sin darnos cuenta, pasamos de formar parte de la cadena de contagios a ser ramas de un problema estructural aún más profundo. Algunos, sin querer, pusieron en riesgo vidas. Otros, con su esfuerzo, salvaron muchas.
La batalla se libró tanto en hospitales saturados, entre jadeos de pacientes conectados a respiradores, como bajo las carpas donde familiares esperaban noticias que cada vez tardaban más. El dolor fue colectivo, pero el duelo, individual y muchas veces solitario.
Hoy, las redes sociales se llenan de selfies en vacunatorios. Rostros sonrientes, sí, pero con miradas que aún arrastran las sombras del camino recorrido. Porque detrás de cada libreta de vacunación hay nombres que ya no están, historias que se apagaron mientras otros apenas comenzaban a reencontrarse con la esperanza.
Una nueva normalidad llegó, aunque para muchas familias, la normalidad ya no será posible.
Habrá días que dolerán más. Fechas que ya no se celebrarán igual. Rincones del hogar que guardarán silencios eternos.
Fortaleza. Humanidad. Prójimo.
Sigamos cuidándonos entre todos.
Porque nadie merece quedarse con las manos vacías.
Publicar un comentario