SALARIO: mínimo tratado | Horizonte

Por junio 13, 2025


Lo anunciaron ayer como si fuera un tratado de paz, no entre Paraguay y Bolivia, sino entre la dignidad y el trabajador. Como si el número bastara para colmar la mesa, para sostener los días.

Un nuevo ajuste del salario mínimo: 100.739 guaraníes.

Una cifra que intenta tapar un agujero que no se mide con números, sino con ausencias. Porque la esperanza y el silencio del plato no se calculan con boletines, ni se corrigen cada mes de julio.

Ajuste suena técnica, correcta, previsible. Como si la vida pudiera resolverse con una fórmula. Como si una inflación acumulada del 3,6% hiciera las compras y aún sobrara un vuelto.

El ajuste, lo dicen los boletines, los noticieros, los expertos. Todos coinciden: no alcanza. Y sin embargo, se define igual. Como si 2.899.048 guaraníes bastaran. Como si reconocer el vacío bastara para llenarlo.

Porque ajustar no es solo subir un número. Es mirar con honestidad a quienes viven cubriendo, cada mes, lo que el anterior quedó debiendo.

El salario mínimo no es cualquier cifra. Es la base mínima de dignidad: que con eso, al menos, se pueda vivir. Dormir con algo en la panza y paz en el pecho. Despertar sin preocupación.

Pero en Paraguay, esa promesa se rompe todos los días.

Una familia, según datos, necesita más de 6.300.000 guaraníes al mes para cubrir lo esencial. Y la mitad de eso se esfuma antes de que el mes cruce su mitad.

No alcanza para pagar cuotas sin que falte almuerzo. No alcanza para la merienda si la comida lleva ensalada. No alcanza para vestir, para ocio, para cumpleaños. No alcanza cuando la enfermedad golpea la puerta.

Entonces el anuncio se vuelve espejismo.

Un reajuste con rigor técnico. Una cifra que sigue a otra. Una fórmula que no sabe de madres que vuelven tarde, y aún preparan lo poco con cariño; de padres que caminan kilómetros para ahorrar un pasaje; de estudiantes que eligen entre pagar el pasaje o cenar en la cantina.

La mirada de un hijo que pide repetir el plato, y la madre que baja la cabeza, no caben en ningún número.

El salario mínimo, así, no protege la vida. La repara apenas. La estira. La empobrece en cuotas.

En Paraguay, el salario mínimo no se discute. Se anuncia. No se consulta a quienes lo ganan: cuánto produce, qué falta, qué duele, qué sueñan. Y mientras tanto, miles madrugan, vuelven cuando sus hijos ya duermen, y aún así no logran cubrir lo esencial.

Entonces, ¿de qué hablamos cuando hablamos de salario mínimo?

De arroz racionado, de toalla turnada, de uniformes heredados. Hablamos de la dignidad que debería estar en el primer escalón, no al final de una subida que agota.

Ayer, un Tratado de Paz verdadero y un feriado conmemorativo postergado. Como la dignidad del que trabaja: siempre en espera.

Algún día, tal vez, entendamos que el salario mínimo no debería ser un techo, sino —al fin— un verdadero punto de partida. Porque respirar no basta para vivir. Y vivir con lo justo no es vivir. Es resistir.


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Foto: Noticiero Paraguay. Disponible en línea


Que no sea la cuna lo que enterremos | Horizonte

Por junio 02, 2025

Llevaba dos vidas consigo: la suya, a medio construir, y la otra, aún callada, creciendo en su interior como una promesa.

La noticia vino fría, congelada. Titulares ardientes que no alcanzan.

Y es que, por dentro, una promesa se deshizo sin tiempo. Ni siquiera conoció el aire como abrigo. Ni el mundo se detuvo a recibirloSimplemente ardió, en el silencio más cruel de los silencios.

Ardió con ella. Con su madre. Con la vida que apenas brotaba.

Adentro de un vientre tibio —y ahora ceniza— latía una esperanza pequeña, olvidada por ojos que ya no saben ver lo sagrado. Latía como lo hace toda vida que se anuncia: con lágrimas, con ilusión, con la fe ingenua de que el mundo sabrá recibirlo.

Pero el amor —ese que debería cuidar, sostener, proteger— se transformó en un callejón sin salidaY del abrazo que debía ser refugio, brotó la crueldad. De los gestos cotidianos, la herida. Del calor cercano, el espanto.

Y entonces, cuando aún no había palabra ni llanto, cuando todo era apenas un susurro soñando con ser mañana, llegó el fuego. No el que abriga. Sino el que consume, el que borra, el que niega.

Allí ardieron dos vidas. Una que recién aprendía a amar. Y otra, una madre que aprendía a cantar mientras sentía el vientre, sin saber que su canción también sería ceniza.

Y allá, en lo alto, donde solo llegan la mirada y el corazón, una estrellita diminuta se acurruca en la noche, con los bracitos extendidos al mundo que no alcanzó a conocer. No sabe qué es la vida. No sabe qué es el mundo. Solo sabe que no llegó. Que algo se lo impidió.

Y aún así, desde ese rincón sin nombre, sin cuna ni sonajeros, parece decirnos algo. Como un susurro que rasga el alma: no aparten los ojosNo permitan que el olvido entierre lo que el amor no alcanzó a proteger.

Que si hay algo que deba enterrarse, que no sea la ternura. Ni la vida. Ni el grito. Ni el amor.

“Si le entierro” —dice el mensaje hiriente y revelador—, que no sea la posibilidad de dormir en una cuna, de escuchar cuentos antes de dormirde sentir una caricia en la frente o el consuelo de una madre que cantauna madre que aprendía a cantar mientras lo sentía en su vientre a lo largo de 15 semanas.

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