Lo anunciaron ayer como si fuera un tratado de paz, no entre Paraguay y Bolivia, sino entre la dignidad y el trabajador. Como si el número bastara para colmar la mesa, para sostener los días.
Un nuevo ajuste del salario mínimo: 100.739 guaraníes.
Una cifra que intenta tapar un agujero que no se mide con números, sino con ausencias. Porque la esperanza y el silencio del plato no se calculan con boletines, ni se corrigen cada mes de julio.
Ajuste suena técnica, correcta, previsible. Como si la vida pudiera resolverse con una fórmula. Como si una inflación acumulada del 3,6% hiciera las compras y aún sobrara un vuelto.
El ajuste, lo dicen los boletines, los noticieros, los expertos. Todos coinciden: no alcanza. Y sin embargo, se define igual. Como si 2.899.048 guaraníes bastaran. Como si reconocer el vacío bastara para llenarlo.
Porque ajustar no es solo subir un número. Es mirar con honestidad a quienes viven cubriendo, cada mes, lo que el anterior quedó debiendo.
El salario mínimo no es cualquier cifra. Es la base mínima de dignidad: que con eso, al menos, se pueda vivir. Dormir con algo en la panza y paz en el pecho. Despertar sin preocupación.
Pero en Paraguay, esa promesa se rompe todos los días.
Una familia, según datos, necesita más de 6.300.000 guaraníes al mes para cubrir lo esencial. Y la mitad de eso se esfuma antes de que el mes cruce su mitad.
No alcanza para pagar cuotas sin que falte almuerzo. No alcanza para la merienda si la comida lleva ensalada. No alcanza para vestir, para ocio, para cumpleaños. No alcanza cuando la enfermedad golpea la puerta.
Entonces el anuncio se vuelve espejismo.
Un reajuste con rigor técnico. Una cifra que sigue a otra. Una fórmula que no sabe de madres que vuelven tarde, y aún preparan lo poco con cariño; de padres que caminan kilómetros para ahorrar un pasaje; de estudiantes que eligen entre pagar el pasaje o cenar en la cantina.
La mirada de un hijo que pide repetir el plato, y la madre que baja la cabeza, no caben en ningún número.
El salario mínimo, así, no protege la vida. La repara apenas. La estira. La empobrece en cuotas.
En Paraguay, el salario mínimo no se discute. Se anuncia. No se consulta a quienes lo ganan: cuánto produce, qué falta, qué duele, qué sueñan. Y mientras tanto, miles madrugan, vuelven cuando sus hijos ya duermen, y aún así no logran cubrir lo esencial.
Entonces, ¿de qué hablamos cuando hablamos de salario mínimo?
De arroz racionado, de toalla turnada, de uniformes heredados. Hablamos de la dignidad que debería estar en el primer escalón, no al final de una subida que agota.
Ayer, un Tratado de Paz verdadero y un feriado conmemorativo postergado. Como la dignidad del que trabaja: siempre en espera.
Algún día, tal vez, entendamos que el salario mínimo no debería ser un techo, sino —al fin— un verdadero punto de partida. Porque respirar no basta para vivir. Y vivir con lo justo no es vivir. Es resistir.
-------------------------
Foto: Noticiero Paraguay. Disponible en línea